El sábado 10 de noviembre del 2012 fui a la FILSA, con la idea de matar el tiempo buscando alguna buena oferta. Hay ideas que sabes muertas pero que pueden deparar sorpresas. De hecho, allí y de casualidad, me encontré con M., con la que después de recorrer la feria y divertirnos con los personajes que pululaban por sus pasillos (digo, el candidato presidencial Velasco y su esposa famosa periodista, digo Los Venegas, digo el otro economista con novela, digo el sociólogo de tv y así), decidimos hacer hora en uno de esos malos cafés de la Estación Mapocho para ir a ver a Ó., que moderaba una de las mesas del evento. Allí estaría Villoro, como la gran estrella, y Alarcón y Herbert. Fue la primera vez que escuché a este último, del cual solo tenía buenas referencias pero del que no había leído página.
II.
"Todo el tiempo se habla de la problemática que es la frontera de México para Estados Unidos debido al tráfico de drogas. Nunca se menciona lo peligrosa que es la frontera de Estados Unidos para México debido al tráfico de armas. Y, si acaso el tema surge, el fiscal general del vecino país aclara: "No es lo mismo: las drogas son ilegales de origen, las armas no". Como si hubiese una majestuosa lógica en considerar que el poder de destrucción de un cigarro de mariguana hace que una AK-47 parezca la travesura de un adolescente".
III.
Lo anterior lo leí del libro de Herbert, la extraordinaria novela "Canción de tumba". Apenas terminé su lectura, recordé aquella mesa en la FILSA. Allí, Herbert se extendió sobre el tema. Contó, por ejemplo, cómo un montón de apoderados angustiados habían optado por usar Twitter para avisar de tiroteos diarios que ocurrían rumbo a la escuela de sus hijos, pues ni la prensa tradicional ni las autoridades daban cuenta de ellos.
IV.
Por esas fechas, me reuní a cenar con D. e I., un amigo gringo que vive hace años en México y su novia mejicana que, por primera vez, visitaba Chile. Hablamos, como es ya casi una maldita tradición, de la violencia y la corrupción. Pero también divertidos, contaron el incidente que tuvieron al llegar a Chile. Llegaron de madrugada al aeropuerto. I. trae una manzana en el bolso, que pensaba comer antes de aterrizar, pero que olvidó entre la modorra del viaje y el sueño. Al revisar su equipaje, encuentran la manzana. Los policías chilenos arman un escándalo. Hacen pasar a I. a una oficina aparte, le recriminan que haya firmado un documento jurado sobre que no traía alimentos. Ella dice que se olvidó; que es solo una manzana. Le hacen ver que en Chile los juramentos se respetan. Escriben todo, la interrogan. Pasa mucho tiempo. Vuelven. Le dicen que firme el acta de destrucción de la manzana. Le dicen también que por esta vez le perdonan la multa, que esperan que haya aprendido una lección. D. la espera afuera, riéndose. Él ya había venido a Chile en muchas ocasiones anteriores.
V.
La madrugada del jueves tuve una pesadilla. Hace tiempo que no tenía pesadillas. Pienso, casi segura, que fue "Canción de tumba". También en que un tumor en el páncreas te puede matar en 10 días y dejar a tus hijos huérfanos. En que tu padre se puede morir por un cáncer de próstata y quedarte tú huérfana. En que los precios de los alimentos son insostenibles y en cómo la arquitectura de mi nuevo barrio tiene sus días contados. Es Santiago. Hoy viernes leo todo sobre el "atentado en Vilcún". Recorto pedacitos de discursos: casas patronales, mapuches terroristas, extranjeros infiltrados, guerra de Arauco, pacificación, balas de goma, responsabilidad del Estado, en fin. Recuerdo a M. en esa FILSA que sostiene convencida que hay que pasarse una temporada fuera de Chile, como sea. Que este país envejece. Envilece. Sin embargo, ahora creo que los deseos de M. son imposibles, que no es necesario estar apuntado por una AK-47 para sentirse perdido entre esas pegajosas tramas discursivas que terminan siendo los países: que salir de los países es imposible.
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