cosas para matar el tiempo

miércoles, enero 23, 2013

El pensionista

1. No recuerdo si fue un sábado del 99 o del 2000, pero aquello es un detalle. Tampoco tengo claro dónde estábamos ni todos los que participaron de esa noche, lo que es atendible a los años que han pasado y a lo rutinario que eran nuestras noches de fiesta en esa época universitaria. La diferencia es que a pesar de que esa noche no tuvo nada especial, tengo una idea muy clara de esas horas:
  • Estábamos en la pensión de amigos universitarios que habían venido del sur a estudiar a Valparaíso, en alguna de las piezas de una casa que parecía más bien un hotel. El cuarto resultó ser de JP, un gringo de padres chilenos que estudiaba algún grado en la escuela de negocios de la Universidad Adolfo Ibáñez, y que celebraba su despedida del país y la vuelta a su ciudad natal, Nueva York. 
  • JP era, a pesar de su currículo universitario y todos mis prejuicios, un tipo simpático y culto. Gracias a su acento latino, tenía el aspecto de un boricua gordo, como un Óscar Wao austral, sonriente, amable, conversador. Hicimos muy buena migas. Migas como las que puedes hacer en la despedida de un gringo que no has visto en tu vida y que no volverás a ver de nuevo. Recuerdo que me dio su correo en un papel que pronto extravié.
  • No podría explicar por qué en algún momento JP y una amiga se pusieron a hablar en francés, pero JP le dijo "tienes un francés muy oxidado". Nos reímos. A mí me gustó mucho esa frase, digo, pensar que el idioma se oxida, como la memoria. También recuerdo que bromeamos con que había comprado esa clásica botella de pisco con forma de Moai; la llevaba a su hermano que aún trabajaba en Nueva York. Casi como una ofrenda del país de las oportunidades que se había convertido Chile para JP, pensaba abrirla con su hermano cuando al fin dejaran de trabajar donde lo hacían y lograran el sueño de ambos: administrar una discoteca. Hasta que no lo cumplieran, la botella quedaría ahí y seguirían trabajando hasta juntar el dinero suficiente. Su oficina quedaba en las Torres Gemelas.
2. Años después, es probable que el 2003, C. nos pregunta si nos acordamos de JP. Nos cuenta que él y su hermano trabajaban en las Torres Gemelas; yo asiento en todo, porque recordaba muy bien esa noche nada especial. El asunto es que cuando ocurrió el 11/09/01, R., que se había hecho muy amigo de JP porque compartían pensión, le escribió a su correo para saber cómo estaba. No obtuvo jamás respuesta. Hasta ese 2003, cuando la madre de JP le cuenta a R. que al fin había tenido la valentía de acceder al correo y que, lamentablemente, tanto JP como su hermano no alcanzaron a escapar del derrumbe de las torres.

3. ¿Puede existir una historia tan extraordinaria en la vida de gente con vidas tan rutinarias? Siempre me respondo que no. Quizás C. nos contó otra cosa y yo entendí mal. Tal vez lo que nos contó C. es cierto pero el que mintió es R. O simplemente yo me lo inventé pero los rasgos extraordinarios de mi imaginación siempre han sido esquivos. Lo cierto es que nunca he querido preguntarles por la veracidad de mi versión a los participantes de esos días.

4. Uno se cuenta mitos, historias, relatos, a veces solo esqueletos de estructuras narrativas. Lo que recordé al terminar "El hombre del salto" es rigurosamente cierto e indefectiblemente dudoso. Y quizás verificar la historia sea una pérdida de tiempo. Sobre todo al repasar esa última parte de la novela que de seguro terminó gatillando la necesidad de contar este relato que en sí mimo, veraz o no, fiel o imaginado, sirve para que alguien en el sur le ponga discurso al horror. A ese puto hermoso y vívido horror.

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